Era valiente, aguerrido, formidable. No se ocultaba.

Todas las mañanas lo oía. No me evitaba, muy al contrario, me buscaba para atacarme, y confesaré que casi siempre lo conseguía. Me aterrorizaba día tras día. Cubierto con sus pinturas de guerra y gracias a su capacidad física y a su habilidad en el camuflaje, era capaz de acechar el tiempo que hiciera falta. En el enorme espacio, desértico y despoblado, vivía como podía: ocultándose y a veces, atacando.

Yo pensaba siempre en él por las mañanas, antes de amanecer, y durante todo el día me preocupaba la siguiente jornada, cuando tendría que volver a enfrentarme al gran guerrero. Él no se asustaba al oírme y cuando caía la noche solía ser más pacífico. Sin embargo, al amanecer, justo a la salida del sol, toda su fuerza estaba intacta y me rondaba, me rondaba, hasta que el ataque era una realidad. Yo solía salir de aquellos combates cabizbaja, cansada y dolorida.

No es que yo no luchara, ni mucho menos. Usaba todas las armas posibles, desde la fuerza física hasta la agilidad, la precisión, la rapidez… Pero ya no sabía qué hacer, y hasta cuando estaba bien armada me vencía. Parecía inmune, parecía un ser inmortal, pero yo sabía que no lo era. Tenía que encontrar su punto débil ¡Inútil! llevaba meses enzarzada en esa lucha y aún no había conseguido nada, solamente salir dolorida, irritada y cansada después de cada ataque.

No era un gran dolor, pero las heridas me molestaban durante un par de horas. Las curaba y seguía, continuaba insistiendo, luchando contra él, cavilando y madurando estrategias para vencerle. Trataba de no perder el ánimo ni las fuerzas y cada día me decía: mañana lo conseguiré. Pasaba cada jornada planificando cómo ganar la batalla campal de las madrugadas. Y a veces incluso  la noche. Fueron unos tiempos agotadores, el mito y la realidad se confundían, y al alborear estaba fatigada.

Pero el gran guerrero era tan ágil y rápido que por mucho que lo persiguiera no conseguía ni siquiera rozarlo. Me obsesioné, y aún me mantiene abrumada el recuerdo de aquellos días, pero es la verdad y no me avergüenza confesarlo. Era muy certero, un gran táctico, si queremos reconocer esta capacidad a seres tan primitivos y agresivos. Sin embargo, no era un caudillo: batallaba sólo. No guiaba a otros ni tenía que mantener disciplina sobre terceros porque no los había. El gran mérito era que con sus únicas fuerzas conseguía mantenerme alerta y alarmada, y por qué no confesarlo, preocupada ya que no sabía cómo ganar sus acometidas. Uno a uno, mirándonos a solas, la cruzada era feroz  pero no era una lucha de ejércitos, ambos lo sabíamos. Cuando uno de los dos cayera todo acabaría.

Yo sabía que tenía que ganar, creía que iba a ganar, es más, estaba segura de que lo iba a hacer. Pero no veía la forma de conseguirlo. La simple vista del azabache de su piel me electrizaba, no sabía cómo librarme de tanta y tan agresiva negritud. Y de ese instrumento de tortura con el que cada día me hería. Y no solo me hería físicamente, también laceraba mi dignidad.

Los días eran difíciles. El calor era atiborrante y aquel no era mi medio, pero sí el suyo. El gran guerrero jugaba con todas las circunstancias a su favor, mientras yo… nada más que me defendía torpemente. La lucha era enardecida y seguía una lógica: primero me atacaba, ágilmente, antes que nada, antes incluso de que me hubiera dado tiempo a respirar o a imaginar su rapidez. Después se replegaba, y era entonces cuando yo lo buscaba. Pero el maldito era tan hábil que no había forma de seguir sus pasos. A estas alturas solía estar ya irritada y me movía compulsivamente. Era cuando aprovechaba para volver a atacar. Entonces era mi momento para el contraataque, pero jamás conseguí nada ¡Que desesperación!

A finales de aquel desértico y tórrido verano, su ardor era implacable, mi irritación inimaginable. Me había propuesto darle caza. El gran guerrero tenía que morir, yo no podía dedicar tanto tiempo a aquella lucha vana, porque no ardíamos por el territorio, no luchábamos por un botín… aquel fue un tiempo baladí, de la guerra por la guerra, un medieval e interminable combate cuerpo a cuerpo.

Y finalmente lo conseguí, lo celebré y me aplaudí.

Aquel día de septiembre, terminando el verano, falleció un gran guerrero, el último de una gran estirpe. A él, todo mi respeto. Un guerrero al que dejé sin lápida, un guerrero que cayó no sin grandes arrestos por mi parte. No hubo plañideras, no hubo cantos, ni siquiera ofrendas o danzas al más allá. No hubo fogatas, llantos ni lutos.

El maldito mosquito no dejó herederos.

Más, aquí.