Para un autor no siempre que nace una idea nace un libro. Más bien, en el semillero de ideas donde crecen las palabras, surge una más fuerte, vigorosa o incluso resplandeciente, y esa sí es libro, pero no antes. Y no sin que uno se deje la vida en la jardinería de ese semillero.
Un libro no busca premios. Busca, si es que busca algo, dar a conocer una historia, su historia, la historia. Que los personajes, al ser leídos, vuelvan a la vida. Que por el arte de magia de la literatura, de la pluma y la tinta, su rostro tome color, vida sus ojos. Un libro, en cualquier caso, se busca a sí mismo incluso a pesar – a veces- del propio autor. Busca sus líneas, sus palabras, sus acentos y sus comas, y a veces halla. Otras no. Y después de ser puede disfrutar, si llega, de la escarapela, pero esa viene más tarde. Primero es, y se presenta al mundo.
Es justo ese momento de metamorfosis cuando deja de ser del autor, ese relámpago durante el cual las letras se imprimen en el papel, cuando la tienta empieza a oler, entonces el libro se libera del creador y puede que hasta lo condene, como a veces un hijo condena a un padre. De ahí pasa a ser del lector, de todos. Han nacido unas alas, la obra es libre de recibir críticas, aplausos, y como no, escarapelas. Es el proceso por el que rompe y sale de su cascarón: ser escrito, ser impreso… y tras germinar, volar en soledad y libertad. Y si hay suerte, recibir una escarapela. O dos. Triclinium voló de mis dedos, pasó por las cuidadosas manos de Almuzara, que pulió y abrillantó, y después recibió dos escarapelas. Solo queda dar las gracias.
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