Nevaba en azul sobre el suelo blanco, las luces amarillas revoloteaban por las calles, heladas y divertidas, repletas de muchedumbre. Mientras caminaba despacio por la acera se relamía en su pequeña tragedia, observando los espléndidos escaparates, los anuncios ¡Compre, compre! Sabía bien cuáles eran las mejores cosas, conocía hasta los más pequeños detalles de Tiffanys y de Dior ¡había sido habitual en aquellas tiendas! Pero ahora le avergonzaba pasar por delante: los vendedores le reconocerían, y él no podía comprar. La crisis que había azotado al mundo pasó factura y arrastró sus negocios al arroyo. Triste y negro destino: tenerlo todo y después… la nada. Era desconsolador no poder llevar algo de todo aquello a casa. Caminaba sobre la nieve arrastrando los pies, su mujer estaría esperándole y él no tenía ganas de celebración. Las bromas se habían acabado, el amor no valía si no podía regalarle alguna alhaja, un lujoso abrigo o un viaje a algún destino exótico. Y se lo merecía, vaya si se lo merecía, pero en su interior llevaba como un lastre la gran dualidad: solo era posible tener todo o nada. A pesar de su aspecto frágil, aquella cabeza, aquel corazón, llevaban en su interior una revolución, un torbellino de dolores, de tragedias, de preguntas al destino ¿por qué yo? Pateaba sobre la nieve mientras caminaba lentamente hacia su casa, en las afueras. Se había propuesto llevar su frugalidad al máximo y ni siquiera se permitía tomar un autobús, así que caminaba mientras la ciudad se llenaba de esos gruesos copos blancos escoltados por un pacífico silencio al anochecer. A lo lejos campanillas doradas, tintineo, agitado bullicio, villancicos, humo y griterío. Tristeza en su corazón, heridas abiertas.
En casa le esperaban. Había luces, y había vino caliente. Había peladillas y turrones. Había puré de manzana y pastas de queso. Había una abundante y rica cena de Navidad preparándose mientras un pavo se asaba en el horno y las voces presagiaban diversión. Se oían risas, aunque ya no había mayordomo, ni plata, ni porcelanas francesas para el servicio de mesa. Se habían acabado los brillantes, ya no viajaban ni beberían el mejor vino.
Desde luego, su mujer era una inconsciente. No se explicaba cómo mantenía todo aquello cuando habían perdido tanto. Ella también lo sabía, porque a pesar de todo, la crisis no había arrasado con su vista. Sentada frente a las cristaleras del salón vio como llegaba él. Por su aspecto sería uno de esos días imposibles, y suspiró. Precisamente hoy, que había conseguido reunirlos a todos. Y que estaban tan contentos…
Fue a abrirle la puerta y le ayudó a quitarse el sombrero. Sin decirle nada le dio un beso que él se quitó con el puño del abrigo. Y no hablaron. Los pequeños se acercaron al oírle llegar y él les hizo un cariño. Se sentaron junto al ventanal mientras caía la nieve. Los chicos, en la cocina parecían algo achispados, pero la madre se encogió de hombros ¡era Navidad!
-Es triste no poder traerte nada: un collar, unas perlas, o un bolso. Habíamos llegado tan lejos para quedarnos en esto ahora… Decaía su voz.
-Y… ¿no traes nada, entonces? Él la miró como si no la comprendiera, se encogió de hombros y abrió los brazos.
-No importa. Vamos a la cocina.
-¿Recuerdas aquel cocinero que nos preparaba las cenas mejores de la ciudad, aquellas cristalerías, el ambiente de nuestras fiestas? Aquello sí que era vida. Ella le miró de nuevo.
-No se puede comparar aquella vida con esta, y no entiendo cómo eres tan poco sensata al tratar de darme ese vino de mala calidad, cuando sabes cómo entiendo de vino y que soy incapaz de tomar uno mediocre. Prefiero agua antes que esto que has comprado. Ella volvió a mirarle sin decir nada. En la cocina todo chisporroteaba, algunos cantaban y todos se movían sin parar, presagiando una noche alborozada.
-¡Seriedad, seriedad, señores! ¡Menudo batiburrillo que hay aquí montado!
Nadie le hizo caso. Estaban acostumbrados a sus protestas constantes, y resultaba agotador disimular. Ella, por fin, le miró fijamente a los ojos y le habló:
-Mira, yo tengo las mismas penas que tú. Yo perdí la misma fortuna, las mismas casas, perdí el confort y la comodidad, como tú. Pero también perdí un marido. Con tanto lamento ya no te acuerdas de decir una palabra amable, de decirme que algo mío te gusta, que hago algo bien. Y eso es triste, porque me he repuesto de todo, pero no sé si vamos a reponer nuestro matrimonio. El encogió los hombros:
-Eres una insensata, no te das cuenta de la realidad.
-Eres tú el que está muy confundido. Mi realidad es la que yo me fabrico. Por las mañanas tejo una mentira, y me visto con ella para salir al mundo. Es una ficción, desde luego, pero me trae felicidad. Si a pesar de todas mis penas, al levantarme entrego amor al mundo, aunque sea solo apariencia, el mundo me devuelve amor. Es como sembrar, exactamente lo mismo. Echo una semilla y espero una planta. Pues yo siembro mi pequeño mundo, y recojo esto, ves…
Y le mostró la felicidad de sus hijos, la cena de Navidad servida con tanto esmero, los regalos fabricados con imaginación, las risas, los niños, el futuro en la cocina de su casa. Y se sintió orgullosa, porque en realidad, ella había comprendido que la Navidad, como la vida, era vestirse de ficción por las mañanas, y pasar el día mientras las mentiras se transformaban, para llevarse por la noche a la cama verdades que calentaban el corazón. Y que la ilusión se fabricaba con aliento y con esperanza, y a veces, se entretejía con mentiras y verdades, con amarguras y dulzuras, pero se tejía. O si hacía falta se zurcía, se recomponía. Todo valía para tejer la vida, hasta los malos hilos. Y así eran las cosas. Y la Navidad.
Él la miró y no comprendió nada, pero le reconfortó tenerla.
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