Vital en lo personal, liberal en lo político, brillante en lo literario… Durante toda su vida colaboró con diferentes periódicos y revistas, y aunque vivió durante la época romántica su estilo no se puede encuadrar en este movimiento, más bien fue original y personal, sin dejarse influir por las modas.
Juan Valera, cordobés, escritor, político, diplomático, era un hombre de mundo que había vivido en las ciudades más cosmopolitas de la época: en Nápoles, en Washington, en Moscú, en París, en Londres o en Viena. Gastrónomo y golosón impenitente, a la vez, añoraba la que el mismo llamaba sibarita rusticidad de su tierra, la abundancia de las despensas y las cocinas, la matanza, los guisos, los embutidos caseros y el vino.
En su época adulta vivió la época de la gran cocina francesa que sin duda conocería de primera mano. Aquellos eran los brillantes tiempos de Escoffier, de los platos refinados y con extraordinarias presentaciones, del abandono de la cocina local y regional en pos de la influencia francesa, que era la que tenía un gran prestigio no solo en Europa, sino en todo el mundo. El universo gastronómico se regía por la cocina francesa, que hay que reconocerlo, era espléndida. El problema no es que la cocina francesa fuera buena, que lo era, sino que todo lo local, y especialmente las personas, abandonaban sus elaboraciones centenarias para ceder el paso a todo lo francés, que una vez atravesados los Pirineos perdía su prestancia para transformarse en una imitación, no siempre bien desarrollada.
Sociológicamente, la cocina local no estaba bien vista, se consideraba burda y pobre, quizás incluso inculta. Así, alguien que como Valera dedicaba tantas páginas a enaltecer las costumbres y platos provincianos, era un adelantado a su época, un valiente que se atrevía a señalar las delicias de la matanza, de las despensas bien surtidas, de los exquisitos bocados que proporcionaba el cerdo. Hay que entender las páginas de Valera y sus minuciosas descripciones gastronómicas desde este punto de vista, ya que mientras en el gran mundo la cocina francesa era la protagonista de las mesas más refinadas, él escribía obras en las que ensalzaba el valor de lo provinciano, de las mujeres sencillas y amas de casa, de los platos rústicos y deliciosos.
El realismo era su medio, pero el realismo tamizado por la escuela del buen gusto, y no la desgarrada literatura heredera del naturalismo francés. Un realismo a la española, que llamaríamos posteriormente valerianismo. En la literatura como en la gastronomía, Valera recurrió a las fuentes, al origen de todo, a lo que le era familiar y que seguramente habría disfrutado con mucha frecuencia. A la gastronomía de su época, a sus platos favoritos o no, pero domésticos, reales, cotidianos. Por bien conocidos tienen un espacio en su obra. Juanita la Larga, Pepita Jimenez o La Cordobesa son muestra de su hondo conocimiento en la mesa.
Valera añoraba su tierra, en El comendador Mendoza hace decir a un personaje: «le entró la nostalgia de que padecen casi todos los bermejinos, y tomó la irrevocable resolución de retirarse a Villabermeja para acabar allí tranquilamente su vida». Escribió una carta al padre Jacinto en la que, tras recordar su infancia transcurrida en ese lugar, dice: «Todas las cosas de por ahí se me ofrecen a la memoria con el encanto de los primeros años. Entiendo que voy a remozarme al verlas y gozarlas. Tengo gana de volver a comer piñonate, salmorejo, hojuelas, gajorros, pestiños, cordero en caldereta, cabrito en cochifrito, empanadas de boquerones con chocolate, torta maimón, gazpacho, longanizas y los demás primores de cocina y repostería con que suelen regalarse los sibaritas bermejinos.»
Las cosas que añora Varela y que en sus propias palabras, se le ofrecen, no son las calles del añorado pueblo, ni las vistas, ni siquiera las personas, sino que son las comidas locales. Muy elaboradas pero simples y también, porque no, algo rústicas. Vemos, en su obra, por tanto, una gastronomía al alcance de una rica burguesía, de campesinos previsores, y de carácter local. Pero no al alcance de cualquiera. Una cocina sin contaminar por la moda afrancesada de la época, quizás rústica pero contundente, sabrosa y muy trabajada. Con productos de primera calidad, locales también. Recetas de tradición, a veces lentas y laboriosas, que requerían prevención y disposición de sus ingredientes con bastante antelación. La exquisitez provinciana del s. XIX.
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