Cada estilo de cocina tiene su espacio, su lugar. Cada plato tiene su momento y cada producto sus recetas. Y cada época del año un estilo diferente de eso que tenazmente mi madre sigue llamando guisar. Aunque llevo muchos años probando todo tipo de elaboraciones, disfrutando de cocinas exóticas en países distintos, y dejándome asombrar por la gran cocina con la que cada día nos deleitan los cocineros de cualquier sitio, les confesaré la verdad: en realidad, mi corazón se vuelve hacia la gastronomía de lo cotidiano, hacia las preparaciones de siempre, la balanza se inclina hacia mis guisos andaluces y sus vinos.
Nada me deleita más que disfrutar de una mesa bien puesta con materiales nobles: hilo, plata, porcelana y cristal. Y que esos manjares bien expuestos estén trabajados por manos expertas, siendo no menos nobles que los anteriores: pescados frescos, cremosas legumbres, verduras en su punto y alguna pieza de caza de esas en las que es obligado mojar pan. En realidad no puedo decidirme por nada en especial, todo me asombra y me gusta, casi todo me sigue interesando y disfruto de un jacarandoso apetito con el que podría competir el mismísimo Grimod de la Reyniere. Disfrutar de una buena mesa no es solo engullir manjares incomprensibles, sino que por el contrario es saber aprovechar cada detalle, abrir los ojos a la delicadeza del conjunto y a la excelencia de lo conocido. Y el conjunto, en este soleado invierno que nos ha tocado, habla de guisos marineros, de jugosas aves, de contundente caza, ¡ay! Que no tengo suficiente espacio para contarles todas mis debilidades, pero en cualquier caso rescatando ese espíritu andaluz de guiso elaborado sin prisa, con cariño y casi con devoción, ese que al llegar a la mesa, y al alegrarse la vista, uno reprime un ¡oooolé! Porque se lo merece, porque alegra el corazón. La gastronomía de lo cotidiano, de lo ya conocido, elevada a lo excelso. Eso.