Tobalo las recogió del suelo. Se habían caído con el viento de la noche. Aún eran una camada inmadura. No sobrevivirían. Las miró sin pena, era la ley de la vida. Pero pensó que les gustarían a los niños y se las llevó, con nido y todo.
Ellos revolotearon alrededor del hortelano, gritaban y querían tocarlas. Fueron la sensación de la mañana: las colocaron en un jaulón y las dejaron allí ¡pobres tórtolas abrumadas por el toqueteo incesante! Por la tarde ya nadie se acordaba de ellas.
La niña se acercó al jaulón. No estaba permitido ir a aquella parte del jardín por la tarde, hacía mucho calor, pero pensó que querrían merendar, como ella. Llevaba un bocadillo de canto: tomate y cebolla muy picados con aceite y sal dentro de una punta de pan.
No sabía muy bien qué hacer. Pero había visto algunos pájaros en los dibujos animados. Las madres llevaban gusanitos a los polluelos. Aunque a ella le daban asco los gusanos. Ni siquiera pasó por su imaginación buscar uno, o si lo hizo, desechó el pensamiento tan rápidamente como había llegado. No iba a buscar gusanos. Pero los dibujos animados le dieron una idea, y si el bocadillo era bueno para ella, también lo sería para las tórtolas. Masticó un trozo de pan, despacio, y sacó una tórtola del jaulón, acercando el pico a su boca. La tórtola trató de revolotear, asustada, pero pronto se tranquilizó. Ella dejó un poco de la papilla en el labio inferior y el animal lo cogió en dos golpes, rápidamente. Se sobresaltó un poco, no esperaba una respuesta tan rápida. Dio otro bocado y repitió la operación un par de veces. Después con la otra tórtola. Los animales estaban deshidratados y hambrientos, pero ella solo pensó en que querrían merendar.
Cada día, después de comer, llevaba un poco de su propia comida hasta el jaulón, de forma que las tórtolas comían cuatro veces al día y alguna más si conseguía rescatar algo bueno de la cocina. Pero era muy difícil. La tata era la soberana absoluta de aquella enorme cocina y las gentes que pululaban por ella eran obstáculos insalvables. Aun así, a veces podía rescatar un trozo de sandía o un resto de pan y se lo llevaba a las tórtolas. Había aprendido a ser escurridiza, y le parecía emocionante robar comida para unos seres tan indefensos.
A las dos semanas, los mayores se acordaron de las tórtolas y se preguntaron cómo habían sobrevivido. Ella lo explicó claramente: varias veces al día, todos los días, les llevaba su comida.
-Además, son mías. Mis tórtolas.
Las tórtolas conocían a la niña, se habían acostumbrado a que las cogiera cada día y no se asustaban.
-Ellos creen que soy su madre ¿veis?
Y repetía el movimiento, dándoles de comer cuidadosamente un trozo de chocolate bien masticado. En realidad, a nadie más le interesaban los pájaros, pero aquel verano, la niña consiguió que dos tórtolas sobrevivieran. Poco a poco, el suave plumón se les fueron cayendo y crecían plumas más fuertes. La miraban con sus ojillos negros, esperando su llegada en cuanto ella podía hacer sus fechorías en cadena: buscar el despiste de las cocinas, robar comida, escabullirse y lanzarse al jardín prohibido.
Era raro que nadie la hubiera pillado in fraganti en plenos delitos mayores, pero el fin era heroico y las tórtolas se salvaron. Merecía la pena romper todos los principios que le habían enseñado: obedecer, no coger lo que no es tuyo, hacer caso a los mayores y respetar los horarios. Pero sobre todo, no ir al jardín prohibido por la tarde.
El estío fue cumpliendo el destino de la vida. Las tardes de verano se iban acortando y el agua de la piscina estaba cada día más fresca, un poquito nada más. Por las tardes iba siendo necesaria una chaqueta de hilo. Las tórtolas iban a ser capaces de volar muy pronto, a veces abrían las alas y las batían ruidosamente. Y estaban gordas y relucientes.
Septiembre llegó inevitablemente y las maletas se fueron llenando con todos los juguetes, las ropas y las muñecas que tenían que volver a casa. Uno tras otro fueron cubriendo los muebles, las arañas, las mesas de roble, con sábanas impecables. El aspecto de las habitaciones era fantasmal, pero el ajetreo doméstico compensaba lo siniestro de amortajar la gran casona hasta la Semana Santa.
-Creo que voy a tener que soltarlas. Aunque me necesiten, esta es su casa. ¿Podrán volar ya ellas solas?
Tobalo miró a la niña.
-Podrán volar perfectamente, pero déjalas en el jaulón unos días más, yo les daré de comer y las cuidaré.
Era un gigantón de manos enormes y duras como rocas, afable y serio a la vez, con su boina de lado y un cigarro sempiterno entre los labios. Tenía un color dorado del sol, con arrugas marcadas como en la colcha de una cama, siempre llevaba una camisa blanca impoluta y un mechero que rascaba haciendo un ruido característico. Ella se fio de él. Le dijo adiós pero no le besó, no le gustaba hacerlo. Aquel día se marcharon al amanecer. La familia dejaba la casa de verano, llegaba el otoño con su brisa refrescante. Era la hora del colegio y de los amigos de invierno.
En casa de Tobalo comentaban la marcha. El invierno era largo y tedioso, pero aún había mucho trabajo que hacer, se hablaba sobre la reforma de la vaquería y el gallinero, ahora era el momento. Tobalo era el todopoderoso encargado que daba las órdenes a la familia completa, no solo a la suya, sino también a los braceros.
-… Y al final hay que encalar bien, pero esto antes de que empiecen las lluvias-, dijo chupando placenteramente un crujiente y grueso muslo de tórtola.
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