Todos habían salido ¡Qué paz! Una mañana entera sola, sin ruidos, sin carreras, disfrutando de la lectura de un buen libro. Me dispuse a aprovechar mis horas y anduve sin rumbo por el inmenso salón, buscando algún libro que despertara mi curiosidad en la colosal biblioteca. Finalmente me decidí, y no pesó menos el hecho del interés por el autor el que el libro fuera tan atractivo, con un buen papel y el precioso encuadernado en piel grabada.

Miré a mí alrededor, calibrando qué sofá sería más cómodo y regodeándome en el pensamiento de las horas disponibles. Me dispuse a sentarme y a gozar de la oportunidad. Se oía un reloj en la galería. La vida seguía y yo disfrutaba de un paréntesis. Empecé a pasar las hojas embebida en la lectura, las páginas zas-zas-zas, corrían una tras otra.

Les contaré que yo leo muy rápido y a veces incluso pierdo la noción del tiempo. Y aquel era uno de esos días dorados, espléndidos, cuando todo acompaña para que las cosas sean perfectas, cuando el tiempo está bien conjugado y las horas no existen. Era un día de esos en los que los planetas estaban alineados, en los que los libros huelen y dicen ¡ámame! y tú eres capaz de amarlos solamente porque sí, sin motivo. Solo porque son libros. La lectura me tenía abstraída, los relojes cantaban y yo no contaba las horas, solo eran campanilleos que me decían “el tiempo es tuyo, el tiempo es tuyo”. Me encontraba sumergida en uno de esos párrafos bien escritos y atractivos… estaba tan empapada de palabras que al principio no lo escuché. Y podía haberlo hecho.

El mundo era puro silencio, un respetuoso y agradable silencio que no era mutismo ni afonía, era armonía en la que yo me regocijaba impúdicamente.

Fue entonces cuando oí un bramido que me puso los pelos de punta. Algún animal que no identificaba se había colado en la casa. En ese momento fue cuando empecé a sentir respeto por el enorme salón en el que no dominaba el espacio. Me callé y dejé hasta de respirar. Esperé unos minutos y escuché con el oído más agudo que jamás había soñado poner. No se oía nada ¿lo había imaginado? No era posible un grito tan desgarrador, allí no había fieras. Con cierto trabajo me tranquilicé, olvidé el ruido y me volví a abstraer en la lectura. Pero cuando solamente habían pasado un par de páginas lo volví a oír. Cerré el libro sobresaltada, no eran imaginaciones mías, era un bramido real, auténtico. Con decirles que hasta olvidé poner la cinta de seda para señalar la página, les digo todo.

Me levanté despacio, aunque no supe si hubiera sido mejor hacerlo de repente, para estimular mi agresividad en el peor de los casos. Allí me encontraba, de pie como un idiota en medio de una plaza vacía. Me acerqué a la galería… nada. Caminé del comedor hacia la cocina y después al comedor de los desayunos… nada. La zona de los dormitorios estaba cerrada, y el bramido se percibía desde muy cerca de mí ¿habría entrado una alimaña y estaba oculta? No sabía qué hacer, no había nada por ningún sitio, aunque como la casa tenía esas proporciones y estaba tan llena de todo, también era posible que se hubiera refugiado en algún rinconcillo o en un patio. Me senté sin atreverme a moverme ¿me atacaría? Había algunas escopetas, pero estaban descargadas, y si el bicho estaba cerca ¡a ver cómo le hacía frente!

Volví a levantarme y di otra vuelta. De nuevo lo mismo: no vi nada. Y me senté, tan perpleja y escamada como un pollo un día de fiesta. Había perdido el hilo de la lectura y se había roto la cristalina escena de mi momento fuera del tiempo. Ahora había tiempo, y en el paquete se incluía una fiera desconocida para mí.

Las musarañas hicieron mella, y me dedique a pasear la vista por las paredes, es decir, por los escasos trozos de pared que quedaban entre reposteros, cuadros y retratos de antepasados solemnes. Por un momento volví a oír el rugido, pero ahora la vista y el oído estaban coordinados, no me engañaba, no. Y es cierto, era una auténtica fiera. Espeluznante más bien, y no solo una, eran dos de diferentes especies (aunque no sea naturalista era obvia la diferencia). Los bramidos eran auténticos gritos de conflagración animal.

Jamás había oído nada parecido, y ambos animales eran avasalladores. Eran dos monstruos de piel gruesa, irregular, llena de socavones, piel castaña una, verdosa la otra. Ambas irregulares, pintadas, agresivas. La piel de dos dinosaurios, dos dragones… de dos salamanquesas en el mismo territorio. Una de ellas llevaba toda la mañana, perezosa y hambrienta, en su trozo de pared, cuando otra vino a tomar posiciones en su territorio. La bestia gritaba para espantarla. Y lo consiguió.

También me espantó a mí. Si mi tamaño hubiera sido más pequeño hoy no lo estaría contando. Aún tiemblo por el grito de la salamanquesa.

Más, aquí.