No he vuelto a ver a Basilio. Hace tres años que desapareció sin avisar y todos los días me asomo para ver si ha vuelto. Me rio de mí y a la vez me hace gracia echarlo de menos, y eso también me asombra ¡Basilio! No sé si con la edad me estaré volviendo tarumba.

Todas las tardes, desde hacía otros tres años, advertíamos su llegada al atardecer. No es por ponerme medallas, pero era yo la primera que lo veía, estaba hecho a la medida de mis ojos. No era muy grande, pero su forma cuadradota en el pimentero llamaba la atención. Era muy listo: se colocaba en una zona de ramas entrelazadas, cargadas de cortezas y fárfaras de su mismo color. Y se quedaba quieto, tan quieto que casi era imposible advertir su presencia.

Me quedaba inmóvil cuando lo veía, quería camuflarme en mi parálisis como él se camuflaba en el árbol. No sé qué pensaría Basilio, pero a mí me gustaba verlo cada tarde. Era un mochuelo pequeño, no sé muy bien si joven o solamente pequeño. De color pardo, ojos intensos, quietud inexplicable.

Alguna vez lo vi volar. Con las alas abiertas era un animal enorme y noble, no grandioso pero sí con una gran presencia, y revoloteaba hacia los árboles más grandes en cuanto venía alguien que no fuéramos nosotros. Lo veíamos y ni hablábamos, la contraseña era sólo un gesto. Y entonces, Basilio, con el empaque de un mochuelo griego nos miraba, inexpresivo y atento. Entonces giraba, impávido, la cabeza al otro lado.

Pero los niños empezaron a molestar más allá de su horario infantil ¿es que los padres consienten hoy todo a sus vástagos? Sí. Y no solo lo consienten: padres e hijos al unísono gritaban como energúmenos y comenzaron a ahuyentar a Basilio. Estos son los momentos en que Don Juan me parece un auténtico héroe, cuando se quejaba de lo que gritaban esos malditos, aquellos igual que estos. Un siglo u otro ¡qué más dará! Porque Zorrilla sabía lo que decía, y aún mejor lo que escribía, y esa frase la dijo para estas ocasiones. Uno y otro sabían que me acordaría de ellos, de sus tiempos, aquellos en los se podía ensartar a un impertinente en un pis pas. Menos mal que no tengo espada, porque los hubiera atravesado, aunque  lo peor es que por tanta desvergüenza he perdido a Basilio.

No se lo merecía, pero tampoco yo. Y ahora ando cabizbaja, buscando en las ramas de los árboles, a ver si al menos una simple lechuza se asoma entre las hojas y supera la inmutabilidad de Basilio, a ver si veo algunos ojos brillantes, un pico reluciente, unas plumas pardas. Miro por si es capaz de arrastrarse entre las horas más frescas de la noche, por si puede revolotear ruidosamente, por si aún se mantiene tranquilo en mi presencia.  Basilio se fue, impertinencia y naturaleza no riman, y a mí me dejó mirando a la luna las noches de verano.

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