Todos tenemos -o al menos deberíamos tener- una Arcadia a la que volver de tanto en tanto la mirada, un lugar donde reponer las penas y rebuscar con ahínco para encontrar nuevos motivos para la vida. Entre ellas, permítanme que les hable de la Arcadia del gastrónomo. Un auténtico sueño para el gourmet, donde se puede disfrutar de las delicias de una cuchipanda inacabable.

Un país ignoto en un tiempo difícilmente identificable. Un bello lugar en el que concurren delicias inimaginables. Es un esbozo constante, nunca un plano concreto, jamás un proyecto acabado. Un espacio, sin embargo, forjado de realidades como: bellas mesas, un especial ambiente con luces algo desenfocadas que invitan a la alegría, cartas bien elaboradas con productos que dejan sin aliento. También menús completos y bien servidos, todo ello generosamente regado con excelentes vinos y gozosos compañeros de mesa.

Entre todo el elenco de buenas cosas que podemos encontrar en la Arcadia gourmet, si tuviera que elegir me quedaría con la buena compañía, con la conversación prometedora, con la tertulia lúcida. No se alteren, no, que no hago con esto de menos a ninguno de los otros placeres de la Arcadia del gastrónomo. Sólo que hay compañías que hacen bueno el plato mas simplón, y conversaciones con las que se llega a las estrellas. Y otras que hacen indigesto el mejor menú, por refinado y completo que sea.

El acto de comer contempla infinidad de matices, es un tapiz de rara belleza que se fabrica con infinita paciencia y materiales nobles. El factor humano es, para mí, el que entreteje todos esos materiales, el que los dignifica, los hace aletear y convertirse en algo mas que simples alimentos. Los transforma en comida, en compañía, en banquete. Comer con el hombre, contemplando a través del plato mucho más de lo que cuenta con las palabras. Comer en compañía, un profundo acto humano. Mi Arcadia. Una Arcadia.