Risas rojas, carcajadas verde agudo, gritos azules… pesadilla en amarillo intenso, barahúnda atropellada, todo mezclado, febril, incansable. Alegrías, tristezas, duelos y amarguras, todo a la vez, mientras las voces se elevaban derramándose sobre el viejo México en esa actividad del día previo al incipiente noviembre. Alguna lágrima desvaída y extraviada.
Allí estaba yo, en el vórtice de aquel maremágnum de colorido agitado, de griterío tornasol. Yo, en tonos grises, en un blanco y negro subversivo que odiaba tanto la risa como la turbación, y que se negaba a llevar pasteles a las tumbas. Porque allí, pobres, ni siquiera están ya los muertos. Ellos vuelven a casa.
Me arrastraba a contracorriente con pisadas lentas y macizas de cemento, mientras que los niños se agitaban incansables con cintas de mil colores, con las manos llenas de largos palos con dulces y absurdas calaveras que me parecían a medio camino entre macabras y perversas. No solemnes, no inocentes.
Caminé como pude hasta mi casa. La muchedumbre me arrastraba: llevaban los rostros pintados, quizás terroríficos, también idiotizados. Y deambulaban estúpidamente felices. Cerré la puerta dejando aquel terrible peso fuera, y respiré.
Mi casa olía a paz y sabía a magnolias. Me desprendí de las encrespadas olas coloridas del exterior y llevé al pacífico jardín trasero dos gin fizz con lima. El me esperaba allí y nos sentamos, como cada día. En vida no había sido muy hablador, pero todavía escuchaba muy bien.
-Querida, me dijo moviendo la cabeza, y continuó:
-Desgraciadamente, esto se ha convertido en un carnaval.
Suspiré, sintiéndome algo cansada.
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