La pradera estaba gris, ya no latía. Susurraba humo de cuando en cuando y los pájaros, sin poder respirar tuvieron que levantar su vuelo hacia ningún lugar, desorientados y alucinados, sin rumbo, sin tierra.

Lloraron tanto… todo se había quemado, todo. No había nada que no fuera gris o negro intenso. Habían perdido hasta la sombra, nada quedaba, nadie tenía nada. A los desposeídos solo les quedaban lágrimas, muchas lágrimas, ciclópeas lágrimas. Y ni siquiera restaban fuerzas. Sólo caminar con la esperanza de ver color en algún rincón, pero nadie pudo ver nada, aquella carbonilla lo empapaba todo. Eran gente sencilla, si un taller se quemaba se llevaba consigo la esperanza de alimentar a los hijos. Si el retrato de madre se había desecho, sólo estaba el recuerdo de su cara, los nietos no podrían llegar a conocerla. Andaban sin rumbo, ni siquiera la brújula interna que indica el camino a casa funcionaba bien. Ya no sabían si estaban en su terruño o en el del vecino. Aquellos días estaban fuera de sí, desalentados, ofuscados, sorprendidos, como si hubieran cabalgado a un tiempo negro, a un mundo en el que todo les era ajeno.

El bosque también había ardido, o mejor aún, lo habían asesinado. Porque el fuego nunca llega solo, necesita una mano que prenda, un soplido, un cómplice. Sombras de troncos que crujían amedrentando a los pocos que se atrevían a acercarse, mástiles negros sin bandera, el horror de un pirata que había venido a quedarse, robando sus vidas, que se habían desvanecido.

De alguna forma, todos se sentían muertos. Vecinos que apenas se conocían se abrazaban y lloraban, hombro sobre hombro, lamentando la pérdida de sus casas y de un algo imperceptible que no sabían que tenían en común. Las mujeres no podían confortar a los niños, ellas mismas no tenían consuelo. Las semillas recogidas con tanto esfuerzo, el telar, los libros. Y los animales, la huerta, el hórreo, los aperos para labrar ¿con qué podrían arañar la tierra? ¿Cómo podrían llegar a sus entrañas? Un corsario les habría dejado la heredad, todo lo demás se podía sustituir, pero ya no quedaban pájaros, hasta el sonido de la vida había desaparecido. No se oían los grillos, ni los molestos y añorados zumbidos de las moscas, sólo crujidos secos que anunciaban la caída de alguno de los mástiles inertes deshaciéndose. Y la tierra exhalando un aliento enfermo  y seco.

Con el fuego ya apagado, todos se reunieron para comprobar los daños. Eran formidables, no se podía hacer nada, y ¿cómo reconstruir? ¿Cómo volver la vida a la tierra? Ni siquiera tenían fuerzas para discutir, y sus lágrimas… redondas, pesadas, enormes, dolían. Aquella noche los aldeanos durmieron al raso, no querían dejar de palpar la vida que había sido, ni siquiera hablar era posible, sólo una pena en lo hondo que les había quemado por dentro, de la misma forma que había quemado la pradera, el bosque y hasta la aldea. Acurrucados unos con otros, desalentados, olvidados del mundo, lloraron sin parar, el bosque ahora estaba repleto de sollozos, gemidos, lamentaciones. La tierra les dolía y les dolían los abejarucos, las vacas y los cochinos, hasta las cabras de monte. Les atormentaban aquellos castaños, el suave abedul, los corzos, las hormigas, la sencilla pica campestre y hasta el amargo aroma de las hojas quemadas de los grelos.

No se oía a las palomas, a los cucos ni a la calandria, y la pareja de oropéndolas que había anidado por primavera en el monte había desaparecido. Maldición de la tierra negra, abominación del fuego, maldad del hombre. Lloraban por todos ellos, no sólo por su terruño y sus pertenencias. La noche fue inmensa, nadie pensó que acabaría nunca, por cada pájaro que recordaban, por cada insecto, por cada brizna de hierba, caía una lágrima. Aún agotados seguían llorando, no hace falta tener fuerzas para llorar. No podían levantarse del suelo, pero las lágrimas brotaban y brotaban. Hasta los viejos volvieron a sentir la fuente del dolor, y de ella manaban las lágrimas, todas las penas a la vez.

Fue una noche eterna, y ellos sin el amparo de la luna, extenuados  y perdidos, se deshicieron sobre la tierra, sin nada por suelo, sólo cobijados por el abrazo del otro.

El sol salió, como todos los días, pero era un sol extraño, mecánico, empolvorecido. Parecía haberse alejado y ni siquiera calentaba. Los hombres, entumecidos, se levantaron por rutina pero sin ánimo. No sabían qué hacer, todo había cambiado. Alguien les llevó un desayuno caliente, ropa de abrigo, algunas mantas. Y ellos siguieron vagando por la ladera que ya no era monte, desacompasados del universo, perdidos en el mar de surtidores negros. La niebla, a lo largo del día, fue desapareciendo. Desde lo alto de la ladera, todos sentados y juntos, como un banco de sardinas, asustados de perderse en la negrura, se asomaron a lo que fue el pueblo. No querían verlo, pero había que tomar fuerzas, que volver a hacer alguna cosa, aquel paisaje inhumano, perdido de la vida, atronaba de tal forma que creían que enloquecerían.

Con los últimos rayos de la tarde, junto al pueblo, vieron el milagro: un enorme círculo en la suelo, sobre la tierra que les había cobijado la noche anterior y que apuntaba retoños verdes, yemas hijas de la tierra y de sus lágrimas. Decidieron dormir en el monte. Allí también hacían falta glaucos retoños.

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