Mis mañanas de verano empezaban temprano, muy temprano, y antes de que pusieran las calles bajaba a nadar un rato, cuando aún el agua mantenía su primitiva y benévola capacidad refrescante. Nadaba una hora cada día, casi a la sombra, sola. Y todo lo que no era eso me sobraba. No quería compañía, buscaba la soledad entre el agua y los árboles, entre el sol que amanecía y los aromas frescos de la madrugada.

No me gustan los mirlos. Son gordos, negros y socarrones. Son atrevidos y carecen de todo tipo de educación o vergüenza. Son descarados y prepotentes. Así que trato de mantenerlos lejos de mí, aunque en el entorno de mi casa hay muchísimos. No es que me hayan atacado nunca ni nada parecido, pero no son agradables de mirar. Hay pájaros grandiosos, brillantes. Las rapaces tienen ojos despiertos y son sumamente ágiles, imponentes cuando despliegan sus enormes alas. Y qué decir de los pajarillos más pequeños, ligeros, de colores, como si fueran pompas de jabón, incluso las cotidianas y familiares palomas con su cálido gorjeo, casi todos me gustan, pero no los mirlos.

La primera mañana lo vi mientras nadaba. Era gordo, como todos ellos, de vientre pesado y con su desagradable pico calabaza intenso. Y debía estar enfermo o incluso tener pulgas: tenía desplumado todo el cuello y parte de la cabeza. Era –si cabe- mucho más feo que los demás. Lo miré desde el agua, asombrada de su fealdad, y de como sucede cuando se ve a alguna persona realmente grotesca, no podía parar de mirarlo, como si eso me protegiera del terrible contagio de la desgraciada enfermedad de la monstruosidad.

Pues como decía, lo miré y no se inmutó. Pero al oírme salpicar el agua se asustó y se fue. Al día siguiente ya estaba allí cuando llegue a la piscina. Era fácilmente reconocible con ese cuello pelado… Se escondió pero cuando comprobó que yo no le iba a hacer nada salió despacio y tranquilamente de su escondrijo. Y se recreó en el césped. Bebía gotitas en los huecos que había entre las piedras de la piscina, salpicaba la tierra y me miraba.

Así pasaron muchos días. Me había acostumbrado a verlo todas las mañanas y ya conocía las plumas más grises que negras, las ahumadas y las de un intenso tizón apagado. También el pico y la forma de su cabeza, suavemente redondeada. En su forma de mirarme era algo más recatado que sus compañeros, pero estaba siempre pendiente de mí. No confiaba y hacía bien.

Pude comenzar a acercarme a él, poco a poco, muy despacio. Siempre se quedaba en el mismo sitio, a la sombra ¿habría allí más insectos? Yo me aproximaba lentamente, en silencio. Trataba de no salpicar, nadaba suavemente hacia él. Me preguntaba si creería que yo era un balón deslizándose por el agua al compás del viento, si él me veía como algo inanimado e inofensivo.

Bueno, inofensiva era, desde luego, no me tentaba en absoluto tocarlo, ni quedarme con él ni hacer nada parecido. Solo me gustaba mirar su estrambótica fealdad. Cada mañana.

Y ha terminado por hacerme gracia. No se imaginan con el donaire que saca gusanillos de la tierra. Pica, pica, pica y ¡ale hop! Saca uno. Se relame y se le hincha la barriga. Quizás sólo tenga las caderas anchas y en realidad no sea gordo.

Y esa cabecilla… si pudiera, en un momento lo arreglaba. Me mira con sus brillantes ojos negros… pero no un poco negros, no, ojos totalmente infernales. Aún le quedan muchas semanas al verano y mucha historia al mirlo. Es un descarado y ya no me tiene miedo ¡es su carácter! pero el mío, en cierta manera, ha ido cambiando y cada mañana bajo con tantas ganas de nadar en solitario como de contemplar al mirlo más feo de la Creación.

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